Cada cual tendrá su punto de vista sobre las causas, los responsables y las consecuencias de la histórica debacle que protagonizó la Real en Mallorca. La primera y mayor certeza que yo tengo, 24 horas después de esa afrenta a la historia y al aficionado txuri urdin, es que mi ilusión ha sido masacrada. La temporada ha muerto para mí. Ha acabado de la forma más humillante posible, generando primero una ilusión que no sólo no se ha hecho realidad sino que ha sido despedazada sin piedad. Y no por los rivales, no, sino por la propia Real. Ojalá hoy fuera 14 de mayo, ojalá este fin de semana ya no hubiera fútbol, porque a estas alturas no hay nada que hacer para recuperar las ganas de que empiece un partido de la Real. Ya no. No hasta que cambien muchas cosas. Ya son demasiados berrinches y sinsabores, y muy intensos, para una sola temporada. Mi ilusión ha dicho basta. Seguiremos por inercia, para ver si conseguimos la permanencia. Pero nada más. Porque ya no hay objetivos que alimenten esa ilusión. La Copa murió y la Liga la tiramos hace tiempo. Sólo quedan unas tristes migajas que llevarnos a la boca en mayo, evitar el descenso.
Lo realmente triste de todo esto es que, mirando atrás, esto se veía venir. ¿Realmente hubo tanta diferencia entre lo que mostró el equipo en Mallorca y lo que hizo en Granada en la anterior eliminatoria copera? ¿En Zaragoza? ¿En Vallecas? ¿En la primera mitad ante Barcelona y Athletic de Bilbao? ¿En Anoeta ante el Getafe? Hubo una diferencia notable, pero no por nuestra parte. La diferencia fue el acierto del rival. Relativamente, claro, porque todos estos equipos le hicieron dos goles a Bravo (el Granada a Zubikarai), salvo el Rayo, que hizo nada menos que cuatro y habría que ver qué habría pasado de necesitar éstos una goleada como era el caso del Mallorca. La magnitud de la debacle en las islas la marca el hecho de que quedamos eliminados un año más en la Copa, pero no creo equivocarme mucho si digo que la sangría que podría habernos provocado todos estos equipos hubiera sido mayor de mediar necesidad.
La ilusión me ciega, sí. Pero no de la forma en la que mucha gente está interpretando esta debacle. No tengo una venda en los ojos cuando hablo bien de la Real. Sigo convencido de que tenemos un buen equipo. Y no creo que la causa del desbarajuste de las islas haya que buscarla en la desidia, en la apatía o en la falta de carácter de sus jugadores. Sin carácter no se le pueden remontar dos partidos al Barcelona en unos pocos meses, y la Real, esta Real, lo ha hecho. Es obvio, dolorosamente obvio, que pocos jugadores están rindiendo esta temporada al nivel que se espera de ellos. Ha habido partidos indudablemente brillantes, pero el tono de la campaña está siendo plano, triste y resultón. Da para ir más o menos sobreviviendo en una Liga que, alejada de los deslumbrantes y dorados puestos de cabeza, tiene un nivel paupérrimo. Pero si los buenos no explotan, es evidente que no hay nada que hacer. Y no hay nada que hacer porque la Real, hoy por hoy, ya no tiene ese orgullo, ese plus de motivación que siempre ha suplido las carencias de calidad que ha tenido a lo largo de su historia. Ser de la Real daba ese algo más que los otros no tenían. Pero ha desaparecido.
Y ahí es donde sí miro al banquillo, porque el primer encargado de sacar rendimiento de los suyos en un deporte de equipo es el técnico. Aunque muchos han querido exculparle de lo sucedido en la Copa, yo sí veo numerosas deficiencias en su gestión, defectos que no son sino la consecuencia de errar continuamente en las decisiones que ha venido tomando desde que asumió el banquillo de la Real. Pero no hablemos de fútbol, porque eso ya está todo dicho (hasta la próxima debacle). La rajada de Montanier en la sala de prensa del estadio mallorquinista me parece no sólo fuera de lugar, sino la demostración de que no se siente culpable de nada. Echó balones fuera, mostró una indignación que no le pertenece a él, sino a nosotros, a los aficionados, a los que sufrimos con cada gol que encaja nuestro equipo. Él es el responsable de esta nave, quien toma las decisiones. Yo no soy el que pone a jugar a Mariga cuando no hay ni una sola razón objetiva que lo justifique. Yo no soy el que acusa a su equipo de falta de profesionalidad y no es capaz de hacer un solo cambio. Yo no soy el que toma las decisiones. Es Montanier. Y por mucho que queramos eximirle de responsabilidad por lo de Mallorca, así nos va.
Pero da igual, estoy tan desilusionado que en el fondo ya no me apetece hablar de Montanier, o del inconcebiblemente bajo estado de forma de Xabi Prieto, o de si Vela se dedica a dar taconcitos en vez de jugar al fútbol, o de si las rotaciones tienen sentido o no. La verdad es que hoy, 11 de enero, todo eso ya me da igual. Desde arriba nos dijeron que había que crecer esta temporada y que echar a Lasarte era imprescindible para hacerlo. Sí, hemos crecido. En insensatez. En bochorno. En partidos y situaciones sonrojantes. En victorias que no llegan. En ilusiones truncadas. 11 de enero, la temporada está perdida y la ilusión masacrada. Y el caso es que todos echan balones fuera. Montanier y Loren se han aliado para culpar a los jugadores, los jugadores que han hablado se han limitado a tirar de tópicos (tampoco podían hacer mucho más). ¿Y si ahora perdemos en Valencia? ¿Y si no ganamos los dos partidos que tenemos después en casa? ¿Cómo vamos a salir del Camp Nou una semana más tarde? Si nadie hace nada porque crezcamos, no vamos a hacerlo por ciencia infusa. Al contrario. Estamos empequeñeciendo a pasos agigantados. Y, sí, me quedo con eso. A ver cómo salimos del Camp Nou.
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