Hace trece años estaba sentado en la grada del estadio Vicente Calderón viendo un partido de fútbol que había perdido toda importancia antes de empezar. Y era trascendente, ya lo creo que lo era. Pero horas antes de que empezara el encuentro fue apuñalado Aitor Zabaleta, junto a una de las puertas del estadio rojiblanco, de forma tan cobarde como absurda. Fue un deleznable acto de unos tipejos a los que no se puede llamar seres humanos, descerebrados que encuentran en el fútbol la excusa para desplegar una violencia que no debiera tener cabida en ningún aspecto de la vida. Aquella madrugada, del 8 al 9 de diciembre de hace justo trece años, Aitor Zabaleta murió. Fue un asesinato sin sentido. Lo digo como si alguno tuviera sentido, pero éste, desde luego, tuvo menos sentido que la mayoría y trastocó las ideas de todos los que vemos el fútbol como una hermosa fiesta.
Aquella debía ser una bonita noche europea, de esas que no hemos tenido tantas como nos gustaría. Pero hoy no recuerdo prácticamente nada de aquel partido. Sólo el espectacular despliegue físico y futbolístico que hizo Juan Gómez. A medias el gol de Javi Gracia que forzó la prórroga. Pero nada más. No recuerdo ninguno de los cuatro goles del Atlético de Madrid. No me vienen a la memoria ni la alineación ni los cambios de Bernd Krauss. No recuerdo haber sentido nervios al comienzo del tiempo extra. Ni siquiera el mal arbitraje de un portugués más allá de saber eso, que fue malo. Y que yo no me acuerde de un partido en el que he estado, los que me conocen lo saben, es algo extraordinario. Pero es que aquella noche sucedió algo extraordinario. Tristemente extraordinario.
Han pasado trece años de aquello y todavía lo siento como la peor de las pesadillas que me ha tocado vivir como aficionado txuri urdin. Recuerdo llegar a los aledaños del Vicente Calderón junto a otras tres personas y, sin saber todavía nada, notar que había un ambiente de odio, rabia y violencia como jamás había visto y nunca he vuelto a ver en torno a un campo de fútbol. Dentro del Calderón me contaron lo que había pasado. No había móviles, no había Internet, no pude enterarme antes. Y cuando me dieron la noticia de que habían apuñalado a uno que llevaba la misma camiseta que yo, me quedé en blanco, como ido. El fútbol se acabó antes de empezar porque unos miserables energümenos decidieron que la tragedía debía imponerse a lo que tenía que ser un bonito duelo deportivo. Dicen las crónicas, sobre todo las crónicas que se redactaron en las redacciones colchoneras, que el encuentro sí fue bonito, pero yo no lo sé. Yo tenía la cabeza en otro lado.
Todavía no sé por qué se jugó aquel partido, no entiendo por qué no se suspendió. Lo que sí sé es que el mundo se derrumbó con la primera noticia y, aún con más fuerza, cuando a la mañana siguiente me enteré de que Aitor había muerto. Han pasado trece años y siento todavía la misma sensación de miserable vacío que entonces. Y ahora, cada vez que me siento en un campo de fútbol rodeado de aficionados con la camiseta txuri urdin, cada vez que se corea su nombre, se me pone la piel de gallina. El recuerdo de Aitor Zabaleta siempre estará presente.
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