Hemos pasado generaciones viviendo del gol de Zamora, soñando con ese momento los que no lo vieron en directo y recordándolo con un cariño inabarcable para quienes sí tuvieron la fortuna de vivirlo, y ahora tenemos el gol de Oyarzabal para las nuevas generaciones. No son las mismas circunstancias, desde luego. Siempre tendrá más valor un título de Liga que uno de Copa, y siempre será más histórico un triunfo en el último minuto que uno logrado desde el punto de penalti, pero la memoria es benévola con los momentos que merece la pena recordar. Siempre estará en nuestra mente ese balón con el que Merino destrozó la defensa del Athletic, una trayectoria que cortaba la retaguardia del equipo rojiblanco como el cuchillo penetra en la mantequilla. No olvidaremos el desmarque de Portu, su carrera incansable, y cómo le ganó la posición a Iñigo Martínez, no podía ser otro, para que cometiera penalti. Y, por supuesto, está ya inscrita con letras de oro en los libros de historia de la Real la tranquilidad que tuvo Oyarzabal para marcar ese penalti, cuando sus fallos desde los once metros en la Supercopa o ante el Manchester United más hicieron que se dudara de él.
El partido, en realidad, se resume en esa jugada, porque no hubo demasiado fútbol de calidad. Fue una final de nervios, de tensión, una en la que daba más miedo perder que arriesgar, pero que siempre se jugó, en realidad, a lo que quiso la Real. Imanol no apostó por el fútbol preciosista y abierto que llevó a su equipo a la final, porque entendió que el Athletic de Marcelino quería hacer daño por esa vía, y dejó que los rojiblancos se cansaran en una presión alta que acabó resultando muy estéril. Contuvo la contundencia del Athletic sabiendo responder en el terreno del otro fútbol, ese que tantas veces hemos echado de menos en las actuaciones de la Real, y redujo todo el potencial ofensivo de su rival a un disparo lejano de Iñigo Martínez que Remiro sacó con solvencia. Con el marcador a favor, y como decía orgulloso Aperribay sobre el césped de La Cartuja durante la celebración, el balón estuvo donde quería la Real, lejos de su portería.La Real ganó la final por lo que hizo en el campo y no sería justo olvidar que también la ganó por lo que hizo fuera. El equipo txuri urdin fue a Sevilla con la ilusión de ser campeón, mientras que el Athletic dio por sentado que debía serlo. La Real jugó contra todo, como evidenciaron actores que debían ser neutrales pero que optaron por el bando rojiblanco, desde ETB a la Federación Vasca de fútbol, pasando por su seleccionador, un Javier Clemente que cada vez parece más increíble que una vez se sentara en el banquillo txuri urdin. Los de Imanol llegaron a La Cartuja soñando con hacer feliz a su hinchada y justicia a su escudo, el Athletic lanzando bromas de que podía ganar en quince días tantos títulos de Copa como los que atesora la Real en su palmarés en 112 años de historia, probando la gabarra y hasta advirtiendo a sus aficionados en la previa que no lo celebrarán con un desenfreno que desentonaba en pandemia, aunque estos ya lo hicieron durante la misma jornada de la final.
Se puede decir sin miedo que la Real ganó porque jugó una final antes de pensar en cómo la iba a celebrar. Porque Mikel Oyarzabal, como capitán y enseña del equipo txuri urdin desfiló sin mirar la Copa y lo más alejado posible de ella, la misma que segundos antes Iker Muniaín había tocado como si ya fuera suya, incumpliendo la primera norma del manual de las supersticiones de una final. Y ganó porque sabía que había mucha gente a la que ofrecer un trofeo que la parroquia realista llevaba décadas anhelando. Ganó porque tenía que tener una imagen de su capitán, Asier Illarramendi, recogiendo el trofeo con la cojera provocada por la lesión que le impidió jugar en tan señalado día. Ganó porque Aitor Zabaleta está allí, en algún sitio, disfrutando con los éxitos de su equipo. Ganó porque su trayectoria en esta Copa solo podía tener este final, porque el fútbol nos debía unas cuantas, y Sevilla particularmente la Liga de 1980, la que más mereció este equipo. Ganó porque fue mejor que su rival, que todos los rivales a los que fue apeando de la Copa hasta poder levantar el trofeo.Y cuando la Real fue campeona, se portó como tal. Pese a alguna que otra polémica interesada y producto de que este no, nunca ha sido un partido más, triunfó la fiesta. Triunfo la trompeta de Illarra, la que ha tocado toda su vida aunque algunos se dieran por aludidos, la forma en la que se convirtió la Copa en un copazo, el Mi gran noche que se marcaron Monreal y Aritz, y mil detalles más de una celebración que la Real coronó con un soberbio documental de maravilloso título, Ganar era esto, que es precisamente lo que dice uno de los que más apostado por hacer que la Real crezca, Roberto Olabe. Ganó porque ofreció la Copa a los sanitarios y después abrió las puertas de Anoeta para que su gente la viera se fotografiara con ella. Y sobre todo queda en el recuerdo, para siempre, la imagen de Imanol. Un Imanol desatado, con un fervor txuri urdin como podemos tener cualquier de nosotros, viviendo el sueño de ser el principal artífice de haber hecho campeón tantos años después a su equipo del alma, al nuestro, al de todos. Sí, la Real es campeona, y qué felices somos por ello desde aquel memorable 3 de abril de 2021.
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